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Recuerdo aquellos años de mi infancia. Vivíamos con mi madre y mis hermanos en una casa muy humilde. Papá había muerto hace dos años y las cosas se habían vuelto bastante difíciles para nosotros. Teníamos lo justo y necesario para comer todos los días y satisfacer nuestras necesidades básicas.
Mamá se iba muy temprano de casa y llegaba cuando los primeros grillos empezaban a cantar. Yo me ocupaba de mis hermanos menores de 8 y 5 años. Los llevaba a la escuela y los traía, hacía las tareas con ellos y de repente sin darme cuenta entraba en la mitad de mi adolescencia. No fueron tiempos fáciles y las alegrías y sinsabores se mezclan en mi mente de una manera absurda e inexplicable hasta para mí. Ese es un capítulo de esa época del que no me interesa hacer referencia en este momento. Considero que algunas cosas sólo deben contárseles a las personas cuando la relación que los une, sea cual fuera ésta, por medio de la plena confianza que la misma les confiere, les permita abrirse por completo. Y nosotros recién empezamos a conocernos, llevo apenas dos párrafos narrándoles mi vida y todavía estoy algo tenso, necesitaré más tiempo para ir, explicándoles el porque de la necesidad que hoy me lleva a escribir estas líneas. Sin embargo ahora, me gustaría narrarles una parte de esa adolescencia de la que tengo los mejores y más claros recuerdos.
Mi cuerpo cambiaba, sentía cosas que antes no había experimentado. Y con esas sensaciones y estímulos que mi mente recibía y mi cuerpo interpretaba descubría un mundo nuevo para mi.
Me hice hombre con una princesa, con la que construí castillos y sueños y alguna huida una tarde a ver el mar. Escribiríamos mil atardeceres de encuentros eternos y otros fugaces, en los que acabaríamos siendo un alma brillante y luminosa, que irradiaba una luz indescriptible con palabras.

El tiempo nos encontró en realidades diferentes, crecimos y fuimos dos jóvenes que vieron apagarse la magia que tenían al mirarse. Y de pronto, casi sin percibirlo, fuimos dos cuerpos inertes, que no amaban ni sentían. Nuestra relación se corroyó como las rocas acariciadas por el viento, y se enfrió hasta congelarse como los ríos en una helada en poca invernal. Nuestro amor y su esencia siguen intactos, aunque en otro plano y con diferentes matices, sin embargo ninguno de los dos olvidará nunca la importancia que el otro tuvo en sus vidas.

Comentarios

CleitoO dijo…
No puedo entender cómo es que escribís tan bien.
Me encantaría escribir como vos.

Besos!
Siempre presente ;)
Mely dijo…
Me encanta!! lo siento conocido el texto jajaja sos un genio escribiendo!! seguí así!!! :)
SEÑOR ESCLAVO dijo…
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