Fin de la jornada. Día 16 del mes. Día 4 de la semana. Jueves. Nada fuera de lo normal. 6 de la tarde.
Voy convencido a ver una muestra fotográfica en Palermo a las 21 que, en realidad, es el miércoles 23, pero aunque para enterarme de eso hay tiempo: faltan casi 2 horas y media.
Me tomé el subte y me adentré en la vorágine y la desazón cotidiana que se padece en la mayoría de los vagones de la empresa encargada del servicio en las horas pico. Estación Palermo, casi sin querer, por estar mirando a alguna mujer, me paso, pero bajé bien.
Estoy relajado. Pregunto en un kiosco dónde es Gorriti y me indican, sin demasiada exactitud, sólo la dirección en la que debía caminar. Tomo por Godoy Cruz y camino sin saber cuantas cuadras me restan. Sin apuro y sin buscarlo me pierdo en el paisaje. Los árboles, las casas, el sonido del tren a mi derecha. Saco fotos que guardo en mi memoria, esas que quedan muy grabadas porque uno las está viviendo. Hago muchas capturas y diferentes tomas. Establezco contrastes entre lo lujoso y lo sencillo. A mitad de la caminata, antes de cruzar, noté a mi derecha, suntuoso frente a mí el edificio de una conocida medicina prepaga que reparé a en observar. Me acompañó durante todo el resto del trayecto aunque ya no estuviera tan cerca.
Pienso en la sensación que experimentaré la próxima vez con mi cámara en mano.
No dejo nada librado al azar, soy consciente en ese letargo de cada paso que doy. Me detengo casi en cada esquina. Observo construcciones, los árboles, el cielo. Siento que tengo ganas de compartir todo eso tan grande que me pasa en ese momento, todo lo que me resulta tanto que, simplemente, se vuelve muy poco al describirlo con palabras. Pero estoy solo y ahora escribo para contarlo. Mi trayecto continúa hasta Gorriti donde apenas empiezo a caminar; y, si mal no recuerdo, me encuentro enseguida con las vías del tren y la bocina del mismo que se acercaba a dos cuadras. De repente, me asaltaron unas fuertes ganas de volver a ser pequeño y apoyarme en las barandas que hay antes de cruzar las vías y ver el tren pasar como hacía con mis padres. Me imagino cómo será cuando todavía está a una cuadra. Pienso que es una locura, que es peligroso, que me puede saltar una piedra en la cara o que, quizás, hasta me pueden tirar algo desde el tren. Pienso en lo inocente que era de chico y en cómo no le tenía miedo a ninguna de las cosas que nombré recién. Pienso que cuando crecemos vamos perdiendo la capacidad de asombrarnos tan fácilmente con las pequeñas cosas y que necesitamos cada vez más estímulos para conformarnos, para llegar a nuestros ideales. Pienso en que tuve algo de miedo cuando pasó el tren por adelante mío. Pienso también que no pasó nada; y que, por unos instantes, volví a mi niñez, al chiquito frente al tren tan grande.
Un poco más adelante habría algunos lugares que valdría la pena conocer, los cuales agendé para tener en cuenta en un futuro. Y llegué por fin al restaurant de la muestra. Un lugar con un nombre en italiano que no entendí y un aroma a fideos que me recordó a mi abuela paterna. El estilo artístico del lugar, muy bohemio y a su vez con rasgos de una Argentina del 1900, esa que supo cobijar a nuestros abuelos cuando venían espantados por el hambre y por la guerra. Escucho un tango y entro. Hay gente aprendiendo a bailar mientras una mujer les marca el ritmo que deben seguir. También hay parejas que charlan, amigos. Y la cocina a la vista. El vapor saliendo en grandes cantidades y, por momentos, dependiendo de donde uno se ubique, se percibe una sensación de calor bastante intensa. Igual que la calidez de la gente que atiende, quienes abogan por el bienestar de sus comensales, los que seguramente volverán a pasar por ahí buscando vivir otro grato momento.
CleitoO... te escribí en los comentarios del post anterior. Comuniquemonos por medio de los comentarios. Gracias al resto de los lectores también por estar.
Fee
Voy convencido a ver una muestra fotográfica en Palermo a las 21 que, en realidad, es el miércoles 23, pero aunque para enterarme de eso hay tiempo: faltan casi 2 horas y media.
Me tomé el subte y me adentré en la vorágine y la desazón cotidiana que se padece en la mayoría de los vagones de la empresa encargada del servicio en las horas pico. Estación Palermo, casi sin querer, por estar mirando a alguna mujer, me paso, pero bajé bien.
Estoy relajado. Pregunto en un kiosco dónde es Gorriti y me indican, sin demasiada exactitud, sólo la dirección en la que debía caminar. Tomo por Godoy Cruz y camino sin saber cuantas cuadras me restan. Sin apuro y sin buscarlo me pierdo en el paisaje. Los árboles, las casas, el sonido del tren a mi derecha. Saco fotos que guardo en mi memoria, esas que quedan muy grabadas porque uno las está viviendo. Hago muchas capturas y diferentes tomas. Establezco contrastes entre lo lujoso y lo sencillo. A mitad de la caminata, antes de cruzar, noté a mi derecha, suntuoso frente a mí el edificio de una conocida medicina prepaga que reparé a en observar. Me acompañó durante todo el resto del trayecto aunque ya no estuviera tan cerca.
Pienso en la sensación que experimentaré la próxima vez con mi cámara en mano.
No dejo nada librado al azar, soy consciente en ese letargo de cada paso que doy. Me detengo casi en cada esquina. Observo construcciones, los árboles, el cielo. Siento que tengo ganas de compartir todo eso tan grande que me pasa en ese momento, todo lo que me resulta tanto que, simplemente, se vuelve muy poco al describirlo con palabras. Pero estoy solo y ahora escribo para contarlo. Mi trayecto continúa hasta Gorriti donde apenas empiezo a caminar; y, si mal no recuerdo, me encuentro enseguida con las vías del tren y la bocina del mismo que se acercaba a dos cuadras. De repente, me asaltaron unas fuertes ganas de volver a ser pequeño y apoyarme en las barandas que hay antes de cruzar las vías y ver el tren pasar como hacía con mis padres. Me imagino cómo será cuando todavía está a una cuadra. Pienso que es una locura, que es peligroso, que me puede saltar una piedra en la cara o que, quizás, hasta me pueden tirar algo desde el tren. Pienso en lo inocente que era de chico y en cómo no le tenía miedo a ninguna de las cosas que nombré recién. Pienso que cuando crecemos vamos perdiendo la capacidad de asombrarnos tan fácilmente con las pequeñas cosas y que necesitamos cada vez más estímulos para conformarnos, para llegar a nuestros ideales. Pienso en que tuve algo de miedo cuando pasó el tren por adelante mío. Pienso también que no pasó nada; y que, por unos instantes, volví a mi niñez, al chiquito frente al tren tan grande.
Un poco más adelante habría algunos lugares que valdría la pena conocer, los cuales agendé para tener en cuenta en un futuro. Y llegué por fin al restaurant de la muestra. Un lugar con un nombre en italiano que no entendí y un aroma a fideos que me recordó a mi abuela paterna. El estilo artístico del lugar, muy bohemio y a su vez con rasgos de una Argentina del 1900, esa que supo cobijar a nuestros abuelos cuando venían espantados por el hambre y por la guerra. Escucho un tango y entro. Hay gente aprendiendo a bailar mientras una mujer les marca el ritmo que deben seguir. También hay parejas que charlan, amigos. Y la cocina a la vista. El vapor saliendo en grandes cantidades y, por momentos, dependiendo de donde uno se ubique, se percibe una sensación de calor bastante intensa. Igual que la calidez de la gente que atiende, quienes abogan por el bienestar de sus comensales, los que seguramente volverán a pasar por ahí buscando vivir otro grato momento.
CleitoO... te escribí en los comentarios del post anterior. Comuniquemonos por medio de los comentarios. Gracias al resto de los lectores también por estar.
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Comentarios
Años de juventud inamovibles, felicidad, alegrías, tristezas. Huellas que siempre perdurarán en el tiempo.
Un fuerte abrazo!
Un gran literato como siempre.
fede sos un geniooo.
te quiero amigo. gracias por todo lo que haces.
lo espero con ansias.